QUIÉN DIRIGIRÍA UN BARCO SIN RUMBO: UNA CONVERSACIÓN CON WINSTON CHURCHILL EN LA ARGENTINA DE HOY Reflexiones imaginarias sobre liderazgo, poder y decadencia estatal

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5/31/20254 min read

QUIÉN DIRIGIRÍA UN BARCO SIN RUMBO: UNA CONVERSACIÓN CON WINSTON CHURCHILL EN LA ARGENTINA DE HOY

Reflexiones imaginarias sobre liderazgo, poder y decadencia estatal

Introducción

Si el siglo XX tuvo un experto en sobrevivir el caos, ese fue Winston Churchill. Polémico, conservador, visionario y contradictorio, fue capaz de sostener a su país en guerra a fuerza de retórica, estrategia y algo de tozudez. Pero, ¿qué diría si se sentara hoy, con un whisky en la mano y un habano apagado, a observar la realidad argentina? ¿Qué vería al caminar por un país donde el poder está más deshilachado que el traje de un diputado en diciembre, donde las reglas parecen opcionales y el liderazgo es una palabra que se grita más que se ejerce?

Este texto imagina esa conversación. No como un homenaje, sino como un ejercicio de contraste. Se trata de poner en diálogo ideas churchillianas sobre el Estado, la conducción y la historia con las herramientas críticas de Bourdieu, Gramsci, Laclau, Foucault y Mazzucato, para entender cómo se descompone —o se reinventa— el poder en una Argentina que hace equilibrio entre el meme y la miseria.

1. Liderazgo y vacío: ¿Quién conduce en la Argentina?

Churchill alguna vez dijo: “El problema de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles sino importantes”. En la Argentina de hoy, eso es casi un mantra institucional. La política está atravesada por una lógica de espectáculo que prioriza la visibilidad sobre la capacidad de gobierno. Los liderazgos se miden por clicks, no por proyectos. En palabras de Foucault, el poder ya no se concentra: se difumina.

Para Churchill, el liderazgo era responsabilidad. El líder era el que asumía la carga del rumbo colectivo. Hoy, en cambio, pareciera que el liderazgo es un fenómeno algorítmico. En lugar de conducción estratégica, hay una competencia de retóricas violentas o esperanzadas, según convenga. Laclau advirtió que el populismo funciona articulando demandas insatisfechas a través de un significante vacío. Pero en Argentina ese significante se ha vaciado tanto que sólo queda la cáscara.

El campo político, como plantea Bourdieu, ya no puede ser leído como un espacio autónomo de producción de legitimidad. Ha sido invadido por la lógica del campo mediático, donde el capital simbólico ya no se acumula por trayectoria, sino por viralización. Como en la Segunda Guerra Mundial, donde Churchill entendía que cada palabra valía por su peso en moral pública, hoy la palabra se ha devaluado.

¿Y qué haría él frente a esto? Probablemente diría algo como: “Si no tenés enemigos, es que nunca dijiste nada con sentido”. Porque el liderazgo no es no molestar. Es hacerse cargo.

2. Estado y responsabilidad: ¿De quién es el derrumbe?

Churchill no era amigo del Estado benefactor moderno. Pero tampoco del caos. Para él, el Estado debía ser fuerte, nacional y funcional. En Argentina, el Estado ha sido reducido a una paradoja ambulante: demasiado grande para ser eficiente, demasiado débil para garantizar derechos. Ni Leviatán, ni ángel custodio. Un híbrido inoperante.

Bourdieu define al Estado como el lugar donde se concentra el capital simbólico legítimo. Si eso se rompe, se rompe el pacto. Hoy, cuando se incendia un barrio popular o colapsa una escuela pública, el discurso dominante ya no culpa al sistema, sino a los individuos: el hospital no funciona por culpa de los médicos, el aula se cae porque los docentes “no enseñan bien”. Lo mismo decía Churchill sobre los gobiernos que pierden la brújula: “Responsabilizan a la población de su propia decadencia”.

Gramsci entendería esto como una crisis de hegemonía. Y Mazzucato lo traduce al plano económico: si el Estado se repliega, el mercado no lo reemplaza, lo devora. En Argentina, la política económica es cada vez más un vaivén entre ajustes sin planificación y asistencias sin proyecto.

¿Churchill bancaría el ajuste? Probablemente. Pero con objetivos. Con horizonte. No con una motosierra como símbolo, sino con un plan de reconstrucción. Porque entendía que el poder se sostiene con épica, pero también con infraestructura.

3. Comunidad, historia y carácter: ¿Qué pueblo estamos siendo?

Si algo sabía Churchill era usar el pasado como ancla moral. Hablaba de la historia no como nostalgia, sino como energía de combate. En Argentina, en cambio, la historia se usa como botín. Cada sector recorta un fragmento que le conviene, y sobre él construye una identidad que no resiste dos archivos. Foucault diría que la historia se convierte en dispositivo, y Bourdieu sumaría que el habitus colectivo se forma en esas memorias compartidas.

Pero hoy el habitus argentino está en disputa. Hay generaciones que no creen en el mérito, ni en el Estado, ni en el progreso. ¿Churchill lo entendería? Quizá no del todo. Pero probablemente lo respetaría más que los dirigentes que hablan de “meritocracia” mientras heredan cargos o privilegios. Porque él creía en el carácter como síntesis entre historia y decisión.

En los barrios, en los sindicatos, en los movimientos sociales, aún persisten formas de ese carácter. De resistencia. De comunidad. Es ahí donde, como decía Gramsci, puede germinar una nueva hegemonía. Una que no venga del centro, sino de los márgenes. Y que no pida permiso.

Cierre: Si Churchill viviera hoy (y entendiera TikTok)

Churchill no entendería TikTok. Pero sí entendería algo esencial: que el poder necesita sentido. Que las instituciones no sobreviven por formalidad, sino por fe colectiva. Que el Estado no se sostiene solo con presupuesto, sino con legitimidad. Y que sin conducción, toda nación corre el riesgo de desintegrarse.

El archivo Z muestra que más del 60% de la población joven no confía en la política. Que el 45% cree que el país “no tiene futuro”. Y que las palabras “justicia social” despiertan más sarcasmo que esperanza. Eso no se revierte con discurso. Se revierte con conducción. Con liderazgo que proponga, no que se queje.

Churchill diría: “La democracia es el peor sistema de gobierno, salvo por todos los demás”. Y en Argentina, donde a veces todo parece peor, vale la pena recordarlo. Porque aún en el derrumbe hay una pregunta vigente: ¿quién se va a hacer cargo?