LA CRISIS DEL ESTADO EN ARGENTINA: ENTRE EL PODER DISCIPLINARIO Y LA HEGEMONÍA DISLOCADA Un análisis desde Foucault y Gramsci en diálogo con la realidad nacional

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5/29/20255 min read

LA CRISIS DEL ESTADO EN ARGENTINA: ENTRE EL PODER DISCIPLINARIO Y LA HEGEMONÍA DISLOCADA

Un análisis desde Foucault y Gramsci en diálogo con la realidad nacional

  1. El Estado como máquina de normalización: poder y vigilancia en el país de las excepciones.

Desde mediados del siglo XX, la Argentina ha transitado un arco de crisis donde el Estado, lejos de consolidarse como garante de bienestar y orden, ha alternado entre formas autoritarias, vaciadas o puramente administrativas. En este contexto, las categorías de Michel Foucault, especialmente las vinculadas al poder disciplinario y biopolítico, permiten iluminar de qué manera el Estado argentino ha actuado —y muchas veces ha fallado— en su intento de moldear cuerpos dóciles, ciudadanos obedientes o trabajadores productivos.

Según Foucault, el poder moderno no se ejerce solo reprimiendo, sino sobre todo produciendo sujetos: mediante el control del tiempo, del cuerpo y del discurso. En Argentina, esta maquinaria aparece históricamente distorsionada. Las escuelas como fábricas de normalización, los hospitales como nodos de clasificación, y las cárceles como zonas grises donde el castigo y el abandono conviven, están profundamente marcadas por lógicas de segmentación, privilegio y fracaso institucional.

El Estado argentino no logra universalizar su capacidad de "normalizar". En cambio, produce zonas de excepción: territorios donde el Estado aparece solo como fuerza represiva, o bien se ausenta por completo. En esas zonas, como advierte Foucault, el poder opera de otra forma: ya no desde la vigilancia sutil, sino desde el abandono brutal o la violencia visible. Es el reverso del panóptico: una intemperie social.

Las ciudades intermedias, por ejemplo, revelan esta ambivalencia. Lugares como Rosario, con un entramado institucional colapsado en muchos barrios, muestran cómo el Estado está presente con patrulleros, pero ausente con escuelas, clubes o centros de salud. El resultado es una forma de poder que no disciplina, sino que simplemente deja hacer. Un poder negativo, espectral, que contribuye a la conformación de subjetividades marcadas por la supervivencia, el aislamiento o el resentimiento.

Foucault señala que toda relación de poder es también una relación de saber. En este sentido, la información estatal se vuelve clave: censos, registros, legajos. Pero en Argentina, buena parte de esa información está fragmentada, desactualizada o burocratizada. El Estado pierde capacidad de conocer y, por ende, de intervenir inteligentemente. La vigilancia se vuelve torpe, y la disciplina, ineficaz.

  1. Hegemonía en ruinas: Gramsci y el ocaso de la dirección política

Donde Foucault ve disciplina, Gramsci ve hegemonía. Para el pensador italiano, el Estado no domina solo por coercion, sino por consenso organizado: a través de instituciones como la escuela, los medios o la iglesia, que logran que las clases subordinadas "acepten" su lugar como algo natural. En el caso argentino, esta hegemonía está en crisis desde hace décadas. La incapacidad de las élites para construir un horizonte común, el descrédito de la política y la fractura del sistema educativo son síntomas de un vaciamiento de sentido colectivo. La hegemonía tradicional del peronismo, con sus lazos orgánicos entre sindicatos, movimiento social y Estado, está debilitada. Pero tampoco ha sido reemplazada por una hegemonía neoliberal sólida: lo que predomina es una sensación de deriva. Gramsci hablaba de "crisis orgánica" cuando las clases dominantes ya no podían gobernar como antes y las clases subalternas no querían ser gobernadas de ese modo. En Argentina, esa fórmula se expresa hoy en una multiplicidad de formas de resistencia: desde la economía informal hasta el abstencionismo electoral, desde los movimientos territoriales hasta las "microhegemonías" digitales que disputan sentidos minuto a minuto.

La irrupción de figuras como Javier Milei, con su retórica antiestatal, libertaria y emocional, responde a esa crisis. Pero no la resuelve: la profundiza. La hegemonía no desaparece, se refracta en múltiples fragmentos conflictivos. No hay bloque dirigente: hay guerra de posiciones permanente.

La escuela, que alguna vez fue un aparato clave de hegemonía, hoy es un campo de disputa entre el deterioro material, la violencia estructural y las resistencias pedagógicas. Cada aula es hoy un territorio en disputa entre el caos y la invención. La violencia que atraviesa el sistema educativo no es solo física o verbal: es simbólica, estructural, institucional. Y sin embargo, también allí germinan nuevas formas de comunidad, de solidaridad y de esperanza.

Gramsci afirmaba que en momentos así emerge el "monstruo": la figura carismática que promete orden donde hay desorden, pero que no construye hegemonía, sino que la sustituye con espectáculo, amenaza y resentimiento. El problema no es el carisma en sí, sino su uso como reemplazo de lo político por lo emocional.

  1. Entre lo disciplinario y lo hegemónico: el Estado como campo de batalla

Lo interesante de comparar a Foucault y Gramsci en la Argentina actual es que ambos describen formas distintas pero complementarias de poder. Uno desde los cuerpos, otro desde las ideas. Ambos ven que el poder produce, no solo reprime. Pero lo hace de maneras distintas: uno con vigilancia, otro con sentido común.

La Argentina de hoy es un campo donde ambas lógicas están fracturadas. El poder disciplinario no logra formar ciudadanos funcionales ni trabajadores productivos. La hegemonía no logra articular una narrativa común ni una promesa colectiva. El resultado es una sociedad ingobernable en sentido clásico, pero profundamente controlada por otras vías: consumo, deuda, algoritmos, miedo.

Hoy la vigilancia se ha descentralizado: no depende ya del Estado, sino de las plataformas, las fintechs, las apps de delivery y los sistemas de crédito. Foucault estaría fascinado ante este nuevo panóptico digital donde los cuerpos ya no están encerrados, pero sí monitorizados. Gramsci, en cambio, advertiría que el sentido común está siendo colonizado por formas de individualismo brutal disfrazado de libertad.

La clave está, entonces, en recuperar una forma de Estado activo pero democrático, que no discipline ni imponga hegemonías vacías, sino que produzca comunidad, autonomía, creatividad y justicia. Esto exige nuevos liderazgos, nuevas instituciones y sobre todo nuevas gramáticas del nosotros.

La Argentina está frente a la oportunidad —y el riesgo— de inventar nuevas formas de poder, más horizontales, territoriales y comunitarias. Para eso, no alcanza con mirar a Foucault o a Gramsci. Pero sin ellos, no entenderíamos el tamaño de la herencia que hay que desmontar.

El Estado sigue siendo el campo donde se dirimen las grandes batallas de sentido. No es solo una herramienta, ni un botín, ni una cáscara vacía. Es un espacio en disputa, un teatro de operaciones donde se entrecruzan el miedo, la esperanza, la organización y el futuro. Por eso pensar su crisis no es un ejercicio teórico: es una urgencia vital.